Justo unas semanas antes había tenido otra discusión con el
hombre. Suspiró. Éstas cada vez eran más frecuentes y más fuertes. Con el paso
de los años, sobre todo de la última década, el tono autoritario de su voz y
sus amenazas habían dejado de causarle tanta impresión.
— ¡Te quedarás en la calle!
—Quizá sería mejor que esto.
— ¡No tienes derecho a quejarte! Has vivido entre algodones
toda tu vida.
—Nunca he dicho que quisiera vivir entre algodones.
Preferiría que tuviéramos menos dinero y careciéramos de toda esa prestancia de
la que alardeas y así haber podido estudiar lo que yo realmente quería.
— ¡Me he deslomado en tiempos de guerra para poder pagarte
la matrícula en la universidad y ahora me vienes con estas? Dime, ¿Qué es mejor
que una ingeniería o una carrera de economía?
— Medicina — Afirmó con convicción. —Poder curar a los
enfermos, investigar sobre como erradicar enfermedades. Nuestro país necesita
médicos comprometidos para salir adelante
El hombre soltó una carcajada — ¿Qué pasaría entonces con la
compañía? ¿Desde cuándo un médico está capacitado para desenvolverse en el
mundo de las finanzas? Deja de soñar Juan. Admito que la del médico es una
profesión de prestigio, pero tu futuro está escrito desde que naciste.
— ¡Ojalá hubiera nacido en otra familia!
—Mira, eso no te lo voy a discutir — respondió el anciano
con cansancio.
—Padre, podrás encontrar a alguien más capacitado que yo
para ocupar tu puesto.
—No toleraré que me digas que hay alguien que está más
capacitado que tú. ¡Has sido educado para esto! Y se terminó esta conversación.
Me niego a dejar el legado familiar en manos de un desconocido.
—Siempre tienes que tener la verdad absoluta ¿No? No admites
que haya opiniones diferentes a la tuya.
—Esto no se trata de opinar, Juan — le respondió —. Se trata
del futuro, de tu vida, de la empresa y, por consiguiente, del bienestar de la
mayoría de las familias que viven en esta zona y que trabajan para nosotros.
—No me vengas ahora de humanitario.
—Escúchate ¿Quién es el que no quiere razonar?
Uno de los motivos
por los que el chico aún no había cumplido sus amenazas de marcharse, era su
madre. Aquella buena mujer, criada en una cuna de clase alta, había demostrado
en los últimos años su eficacia para la supervivencia. Colaboraba con su marido
y contribuía en la gestión no solo de la economía familiar y de parte de las
vecinas del barrio, sino también en la de la empresa. Ella había sugerido
ciertas asociaciones con empresas análogas gracias a las cuales la compañía se
había mantenido a flote. Sin duda, Fernando y Paloma formaban un buen equipo.
—Me parece increíble que tú tampoco me comprendas — le había
confesado con tristeza a la mujer.
—Juan, tienes que entenderle — Respondió levantando la vista
de los trapos que estaba remendando.
—En ésta familia estáis todos obsesionados con la empresa.
¡Hasta Cecilia no piensa en otra cosa!
—Todos apoyamos a tu padre y tú también deberías hacerlo.
—Admiro su trabajo y su labor, pero no quiero ser quien le
suceda. No quiero pasar el resto de mi vida junto a las cubas de galvanizado y
con la responsabilidad de que tantas personas dependan de mis decisiones.
—Estoy segura de que eres tan capaz como tu padre.
— No estoy hecho de su misma pasta y ¡Él no atiende a otras
razones que no sean las suyas!
—Entonces demuéstrale que puedes con esto y gánate su
respeto. Quizá luego puedas negociar con él.
No creía demasiado
en éstas palabras. Habían sido su única esperanza de durante algunos meses,
pero las cosas habían cambiado muy deprisa en las últimas semanas. Empezó su trabajo
en Metales Villanueva pensando que sería algo temporal, pero cuanto más pasaba
el tiempo, más atrapado se sentía.
Después de un
breve paseo por su despacho, volvió a sentarse en la silla. Tenía un libro
encima de la mesa. Una novela. La cogió con cariño y justo cuando la estaba
abriendo picaron a la puerta. La guardó rápidamente en un cajón.
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