La muerte de Luisa Suárez y presunta desaparición del
cadáver ocupaban su mente día y noche. Marieta se movía de un lado a otro de la
casa con una gamuza del polvo canturreando alguna canción de moda mientras él
leía las cartas una y otra vez. La mujer, aunque apenada por la familia de la
chica, estaba contenta al volver a ver a su marido enfrascado en un misterio
que resolver. Las intrigas parecían devolverle a la vida. «Como en los viejos
tiempos», pensó. Antes de que la guerra estallara era uno de los miembros más
destacados del cuartel. Había adquirido su puesto por méritos propios, gracias
a su gran astucia y capacidad para relacionar datos y hechos. También era
reconocido por su psicología y respeto hacia las víctimas y sus familias, pues
consideraba que no debía presionar a aquellas personas que sufrían salvo por
causas de fuerza mayor y, que cuanto más paciente se mostrase, más colaboración
recibiría. Hasta el momento, su método
había funcionado.
Sentado en la vieja
mesa de la cocina, el inspector se veía notablemente preocupado. Su patrulla
marítima parecía haber perdido el cadáver definitivamente y sin cuerpo, no hay
crimen. ¿Cómo era posible? No podía haber ido a parar muy lejos. El mar debía
haber estado sumamente agitado aquella noche. Estaba claro que sus agentes eran
una panda de incompetentes. Lo que más le extrañó fue que llevando a Gonzalo al
frente, hubieran fracasado en su misión y no obtuvieran ningún tipo de pista o
prueba. Gonzalo era su mano derecha. Había llegado hacía apenas un año y habían
congeniado rápidamente, le confiaría hasta su propia vida. También reconocía
que los medios con los que contaba la policía tampoco no eran de lo más
moderno. Apenas unas pocas lanchas y unos buenos nadadores.
Si continuaban así,
el caso terminaría por ser archivado. La muerte de Luisa se atribuiría a una
excursión imprudente al faro que había terminado en tragedia. Quizás se hubiera
suicidado y los cardenales vistos por los marineros se debían a los golpes
contra las rocas del acantilado. Por alguna razón esta hipótesis no le
terminaba de convencer, así que fiel a su instinto, tenía que seguir
investigando. Aquel era uno de los sucesos más extraños en los últimos años,
obviando claro está, los crímenes y misteriosas desapariciones causadas por la
guerra. Las intrigas llamaban poderosamente su atención además, las cartas a
Juan Villanueva le parecían de lo más extraño. ¿Por qué iba a querer
relacionarse alguien de su categoría con una muchacha que ni si quiera le
parecía excepcionalmente bella? Puede que ella estuviera platónicamente
enamorada de él y el afectado ni siquiera lo supiera.
Reconocía que en
temas de amoríos entendía bastante poco. Se había casado hacía dieciocho años
con Marieta. El matrimonio no entraba en sus planes pero su madre le había
convencido y la chica le gustaba. No había sido uno de esos amores en los que
salta la chispa y son dignos de aparecer en las películas, pero sabía que
vivirían bien y su futura esposa sabría soportar las incertidumbres y los
riesgos que todo policía debe correr. Ella era, y seguía siendo, una mujer
fuerte e independiente que no se asustaba al ver la pistola que su marido tenía
guardada, a pesar de saber que solía estar cargada. Con los años había llegado
a quererla. Ella, junto a sus dos hijos, habían sido el primer motivo por el
que sabía que tenía que sobrevivir en la batalla. Si él faltaba, su familia
prácticamente quedaría en la indigencia. Después de tanto tiempo juntos, para
él, el amor era eso.
Aquella tarde
pintaba bastante emocionante. Subiría al faro a buscar huellas, restos de ropa,
objetos… no había enviado a la patrulla temiendo que se repitiera el desastre
de la última vez. Para que las cosas estén bien hechas, ha de hacerlas uno
mismo, pensó.
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