Juan solía contar a Luisa la historia de la compañía.
Pasaban tardes enteras de verano hablando de ello y admirando el valor de
Fernando Villanueva Primero, fundador de Metales Villanueva. Durante sus comienzos, nadie le ayudó y nadie
creyó que su pequeño negocio, el cual él se esforzaba por ampliar, triunfaría.
Muy pocos le dieron su confianza y la empresa estuvo a punto de quebrar dos o
tres veces. Su familia había estado en peligro de quedarse literalmente en la
calle, pero con esfuerzo y, sobretodo,
con una mente y una actitud bastante más moderna y avanzada de la tenían
sus vecinos, salió adelante.
Su hijo, siendo
apenas un crío, había visto el enorme trabajo y sufrido las épocas de hambre en
aquella casa. Las noches con la tripa vacía se le habían quedado grabadas. Pero
unos años más tarde, cuando la situación mejoró, su vida cambió radicalmente.
Pasaron de vivir en una de las zonas más pobres del todavía pequeño pueblo, a
mudarse a una de las casas más grandes del lugar. Su familia comenzó a ganar
prestigio a medida que la empresa se asentaba. El padre de Juan nunca olvidaría
los caros vestidos de su madre ni como las mujeres ricachonas miraban a la que
solo dos años antes era una vulgar asistenta, muertas de envidia. El abuelo se
encargó de darle a Fernando la mejor educación que pudiera permitirse y que él
no había podido tener y de transmitirle todos sus conocimientos y la pasión por
los negocios. A pesar de todo, había una cosa en que nunca se parecerían: Los
sueños.
“Metales
Villanueva” había sido levantada por un sueño. Literalmente. Una mañana el
abuelo se despertó viéndose a sí mismo como un gran empresario. Su esposa,
lejos de reírse de él, antes de que se marchara al trabajo le había dicho:
«Conseguirás todo lo que te propongas porque tú, eres brillante y, si no lo
ves, siempre me tendrás cerca para recordártelo»
Alentado, aquella
mañana Fernando no había ido al trabajo. Sacó sus escasos ahorros del banco,
aunque no sin aguantar alguna lágrima, un poco de remordimiento y, sobre todo
miedo. Contactó con algunos conocidos, de los cuales muchos le tomaron por loco
y unos pocos le prestarían su consejo y servicios durante años. Aquel fue el día en que la pequeña empresa
empezó a cobrar vida.
A Juan le
encantaba aquella historia. Cuando era niño pedía a su madre y a su abuelo —
incluso a su padre si éste estaba de buen humor — que se la contasen una y otra
vez y ahora él hacía lo mismo con su amiga. Nunca se cansaba de oírla ni de
repetirla y, en secreto, pensaba que él se parecía mucho más a su abuelo de lo
que los demás decían. Lo tenían como la oveja negra de la familia por salirse
de los cánones que se marcaban, pero acaso, ¿no había hecho su antecesor lo
mismo? Le parecía muy respetable que su padre y hermana quisieran seguir con el
negocio, de hecho, en el fondo se alegraba de que la saga familiar continuara,
pero no tenía intención de ser él el siguiente en la lista. También había
tenido un sueño y no tenía intención de abandonarlo. Aquella era su parte
favorita del relato y la frase que su abuela había dicho a su marido antes de
marchar aquella mañana le había llegado al corazón por eso, cuando un día oyó
exactamente la misma expresión proveniente de la boca de Luisa sin esta conocer
la historia, no pudo más que sentir que una sensación cálida le invadía. Ella
se la repetía de vez en cuando, siempre con la misma convicción y seguridad
sabiendo que, por alguna razón que él no
le había contado todavía, ya que había omitido esa parte de la narración por
vergüenza, esas palabras le devolvían la
fuerza cuando las cosas no iban bien.
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