Los pasillos del enorme edificio de Metales Villanueva,
bulliciosos con la claridad del día, presentaban un aspecto fantasmagórico
iluminados por la luz de la luna. Sólo las antiguas fotografías colgadas en las
paredes eran testigo de que alguien merodeaba sigilosamente por el corredor. Se
deslizaba como una sombra ágil y silenciosa.
El inspector Sierra
había logrado eludir la vigilancia y se había colado en las inmediaciones de la
compañía. No había sido tarea fácil. Por un momento se recordó a sí mismo
caminando entre las trincheras, aprovechando la oscuridad para burlar a la
línea enemiga. Sacudió la cabeza para apartar aquellos recuerdos de su mente.
No estaba en una guerra, se dijo a sí mismo, aunque lo que estaba haciendo no
era legal y lo sabía. Siguió caminando.
Aquel día en
comisaría las investigaciones habían vuelto a ser infructuosas. Se encontraban
en un callejón sin salida. No tenían cuerpo ni pistas, tampoco orden de
registro, por lo que, finalizada la tarde, el inspector decidió dar un paseo
por los alrededores de la empresa de la familia de magnates. No tuvo que dar
muchas vueltas para encontrar una pequeña puerta sin vigilancia. Parecía oculta
por una pila de cajas y, aunque en aquel momento estaba franqueada por obreros
que aún no habían terminado su jornada laboral, tal vez por la noche nadie se
ocuparía de ella. Sabía que tanto las entradas principales como el apartadero
de ferrocarril y la gran flota de camiones de gran tonelaje permanecían siempre
custodiadas por motivos de seguridad pero, debido a la reducción de personal de
los últimos años, probablemente las puertas de las oficinas solo estuvieran
cerradas con llave. Sea como fuere, tenía que intentar entrar.
Esa noche cenó con
Marieta y sus hijos haciendo un esfuerzo por tragarse la comida y aparentar
normalidad. Escuchó las anécdotas de Sara intentando regatear en un mercado en
el que casi no había existencias que comprar y cómo Carlos aceptaba con una
mezcla de orgullo y resignación su eminente reclutamiento para el servicio
militar. En cualquier otro momento, Sierra se hubiera mostrado muy interesado
por la conversación con su familia pero, sentando a la mesa, no podía apartar
su vista del reloj, cuyas manillas parecía no querer moverse.
Cuando toda la
familia, por fin se hubo quedado dormida, se levantó de la cama y, poniéndose
unos pantalones encima del pijama y una gabardina, abrió la puerta de su
dormitorio.
—Será mejor que lleves una bufanda. Las noches de invierno
son traicioneras. — Oyó la voz de su mujer. Él giró la cabeza sorprendido y la
vio incorporada sobre la cama. —Haz lo que tengas que hacer para resolver este
caso, pero vuelve sano y salvo a casa. —Le dijo antes de cerrar los ojos otra
vez.
Con el corazón en un puño a sabiendas del
riesgo que estaba tomando y del peligro que podía correr su familia si el
fracasaba, abandonó su hogar. Como un
gato recorrió las solitarias calles de la villa y llegó a la portilla que había
avistado unas horas antes. No había nadie alrededor.
Sacó una ganzúa de su
bolsillo derecho y, unos minutos de trabajo más tarde, la puerta se abría ante
él. Utilizó unas cerillas para alumbrarse hasta que sus ojos se acostumbrasen a
la oscuridad. Aquel debía de ser el cuarto de las escobas, los uniformes y
demás utensilios que colgaban sucios y desordenados de unos ganchos en las
paredes. Al fondo de la pequeña estancia vio una escalera que daba a otra
puerta. Giró la manilla con suavidad y esta se abrió lentamente. Fue a dar a la
parte de la empresa que ya conocía gracias a su visita a Juan Villanueva hacía
unos días. El corredor lleno de puertas que daban a los distintos despachos
tenía un suelo de color verde que no se podía apreciar a aquellas horas. Las
paredes estaban decoradas con cientos de fotos que parecían tomadas en los
primeros años de su fundación. Le hubiera gustado pararse a observarlas con
detenimiento pero aquel no era un viaje de placer. Miró los letreros de las
puertas uno a uno hasta dar con el del joven empresario.
Utilizando de nuevo
su alambre, se abrió paso hacia la estancia y cerró tras de sí.
No había tiempo que
perder. Todo estaba aparentemente ordenado. Los papeles se amontonaban
cuidadosamente encima de la mesa de roble que presidía la dependencia y no
parecía haber en ellos nada que fuera del interés del inspector. Abrió el
primer cajón del escritorio y lo primero que encontró fue el libro de la joven.
Lo tomó en sus manos y un papel cayó en el suelo. Lo recogió apresuradamente y
pudo reconocer en él la caligrafía de la chica.
«Querido Juan.
Las segundas partes son las buenas. No lo olvides.
Tuya:
L.S»
Aquella nota parecía
reciente. Levantó la pequeña hoja para contemplarla a la luz de la luna y así
comprobar que no estaba tan arrugada ni desgastada como las que él guardaba en
comisaría. Si aquello no era ningún truco, entonces estaría en lo cierto y
Luisa, antes de desaparecer, habría escrito una segunda parte de su obra, lo
cual podría confirmar algunas de sus teorías, como por ejemplo que sus
supuestos desinteresados mecenas se provechasen de la muerte de su protegida.
Ahora la cuestión era ¿Dónde podría estar el manuscrito? Si se lo hubiera
dejado a Juan, lo más probable sería encontrarlo en su casa o en aquel
despacho. Miró a su alrededor en busca de alguna caja fuerte y, a falta de una,
lo que vio fue un gran cuadro. Se acercó a él y lo movió ligeramente para
comprobar que detrás se encontraba un portón blindando. Negó con la cabeza. El
chico no sería tan tonto. Una caja fuerte sería el primer lugar en el que
alguien buscaría. Se dirigió de nuevo hacia la mesa y, en medio del silencio
sintió un crujido.
«Bingo»
Se agachó y apartó la
alfombra que cubría el suelo de madera. Palpó todas las tablas de alrededor con
suavidad hasta averiguar de dónde provenía aquel casi imperceptible chasquido.
Una de ellas estaba suelta. Estaba a punto de levantarla con las uñas de los
dedos cuando de repente una luz le cegó.
— ¿Quién anda ahí?
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