lunes, 16 de noviembre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPÍTULO 12

Pasaron los años y, como era de esperar, a finales de 1937, el chico acabó estudiando ingeniería en una de las universidades de más prestigio de Inglaterra.  Sólo volvía a pasar los veranos, pues su familia intentaba que su hijo estuviera lo más alejado posible de la inestabilidad de un país en guerra. En cada ocasión en que Juan regresaba a casa, se le hacía un nudo en el estómago. Veía nuevos comercios cerrados o se enteraba de la desaparición de vecinos o amigos que le habían visto crecer. Observaba los rostros famélicos de comida y esperanza y niños huérfanos y ancianos que dependían de la caridad para sobrevivir. Él era un privilegiado y lo sabía.

—Mira toda esa gente — le decía su padre con el rostro prematuramente envejecido por los estragos de la guerra  — Tú eres esperanza para ellos. Estudias para darles empleo el día de mañana. Tú alimentarás a sus familias y sacarás a flote nuestra región.

  Al joven le entraban náuseas al pensar en toda aquella responsabilidad. Su exigente progenitor le interrogaba sobre sus notas, su trato con los maestros, sus amistades y le contaba entusiasmado los nuevos proyectos que tenía para su empresa esperando que su joven hijo compartiera su ansia con él. Desgraciadamente no era así. A pesar de todo, Juan reconocía que aunque no entendiera la mitad de las cosas que le contaba, aquello era lo más parecido a una relación paterno-filial feliz que había tenido nunca.

  Hubo una época, durante su primer año como universitario, en la que se esforzaba por agradar al hombre. Puso todo su empeño en intentar cogerle el gusto a eso de las estrategias y las nuevas formas de comerciar con el metal, incluso en el orden internacional. Pero todo fue en vano y no sabía quién se frustraba más, si él mismo o su propio padre.

  Por otra parte, parte Luisa había conseguido empezar a trabajar como ayudante de costura en un taller. Ganaba un pequeño salario todos los meses remendando los trajes de los soldados y haciendo todo tipo de arreglillos. Su padre había regresado del frente con una herida en la pierna que casi le había costado la vida, pero ahora descansaba en casa para alegría de su mujer y sus hijas. Después de mucho insistir, la chica había logrado convencer a sus padres para que, cuando la situación se calmase, la dejasen asistir como aprendiz a la escuela. Su padre se había mostrado reacio al principio ¿Desde cuándo la hija de un pescador quería ser maestra? Las hijas de sus compañeros aprendían a trabajar con el pescado o a confeccionar redes, no a enseñar números y letras. Siempre había imaginado que sus hijas se casarían y serían unas buenas esposas que sacarían a sus familias adelante pero, la iniciativa de su hija mayor, que en cierto modo no le cogía por sorpresa, le ponía en una situación complicada. 

 Se sentía animada. Tenía la esperanza de que con el fin de la guerra todo mejorarse y, con el tiempo, su país se convirtiera en un lugar próspero para vivir, donde las oportunidades fuesen iguales para todos. Quizá su futuro no fuera tan negro al fin y al cabo. A lo mejor podría llegar a ser alguien de provecho algún día. Una mujer respetada por sus propios méritos y no por ser «la señora de». Además había comenzado a escribir. Fue algo que comenzó por casualidad y como vía de escape ante los horrores del día a día. Era una gran aficionada a la lectura y una mañana vio en un periódico ya atrasado que uno de los soldados había dejado en la sala de pruebas del taller, la historia de una mujer que para publicar sus primeras novelas había tenido que utilizar como pseudónimo el nombre de un hombre. Aquello le pareció horrible. No entendía por qué un hombre debía ser mejor que una mujer. Trataba con ellos a diario, muchos eran los dueños de comercios importantes y los proveedores de su jefa. Había observado a muchos varones desenvolverse en distintos ámbitos y sí, reconocía lo capaces que eran algunos, pero otros en cambio se creían mucho más inteligentes de lo que en realidad eran.

—Eres una mujer perversa— le decía Juan cuándo ésta le contaba cómo había conseguido engañar a un proveedor de botones  que había querido estafarlas aquella misma mañana.

—No es cierto. Él debería ser un poco más listo. Solo un poco.


   Ambos amigos se veían durante los veranos y el resto del año mantenían el contacto mediante breves y muy numerosas cartas. Habían crecido y habían cambiado, pero su relación poco a poco y, sin que se dieran cuenta, se iba haciendo cada vez más fuerte.

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