El inspector Sierra se reclinó en la silla de su oficina,
lanzó su lapicero al aire con la intención de cogerlo al vuelo con tan mala
suerte que éste terminó en el frío suelo de madera. Lamentó tener que agacharse
para recogerlo pues su pierna de madera le dificultaba ciertos movimientos.
Aquel día daría su siguiente paso en la investigación, esperando que le
acercara un poco más a la solución del misterio de la desaparición y muerte de
Luisa.
En primer lugar,
acompañado por Gonzalo, fue a visitar a la familia de la víctima. Su agente más
fiel le seguía con varias hojas dispuesto a tomar nota. Fueron recibidos en el
modesto salón. Tenía un escaso mobiliario bastante deteriorado pero aun así le
pareció un lugar de lo más confortable. Mercedes, la madre de la chica, sirvió
un café y unas galletas caseras, pero nadie, excepto Gonzalo, las probó. La
situación era de lo más tensa. Todos parecían muy afectados por la muerte de
Luisa sobre todo cuando habían comprobado que el zapato que el inspector había
visto en el acantilado podría perfectamente pertenecerle. El desconsolado grupo
ahora solo quería saber qué habría pasado con la chica.
—No lo entiendo — decía el cabeza de familia —, Luisa
llevaba una vida completamente normal.
—Quizá no todo el mundo viese con buenos ojos que decidiera
ponerse a trabajar y sobretodo se atreviera a publicar un libro — sugirió el
inspector.
—Mi hermana era muy cabezota — interrumpió Andrea —. Yo le
dije que dejase de pensar en tonterías y se dedicase a buscar un buen marido.
— ¿No tenía pensado casarse?
—No — respondió la chica —, esa era la discusión de todos
los días en esta casa.
Sus padres la fulminaron con la mirada y Gonzalo también la
miró de reojo. El inspector pensó que aquel había sido un comentario sin lugar
a dudas de lo más interesante.
—Continúe, por favor.
Andrea, haciendo
caso omiso de las miradas de los demás continuó acaparando el protagonismo,
cosa que le encantaba.
—Mi padre, con lo generoso que es — dijo mirando al hombre
que pareció devolverle una mirada de advertencia —, al terminar la guerra
permitió que mi hermana empezase a estudiar, además así nos dejaría a todos en
paz con sus sermones sobre por qué tenemos que aprender a leer bien y saber
matemáticas ¡No están los tiempos para esas tonterías! La condición que le puso
fue que tendría que casarse. ¿Es lógico no? Él quiere lo mejor para nosotras,
por eso a mí me han desposado con Francisco Arias y ahora soy la mujer más
feliz del mundo. ¿Quiere ver mi anillo?
—Precioso, señorita — contestó el inspector un tanto
descolocado ante tanta petulancia. Las dos hermanas no se parecían en nada. —
¿Y ya tenían algún candidato para Luisa?
—Bueno….
—Un joven que trabaja cerca de aquí — interrumpió el padre.
— Es el hijo del pescadero a quien sirvo como proveedor. Un buen chico, sí,
señor. Quedó muy afectado por… bueno, la muerte de mi hija.
— ¿Podría decirme su nombre?
— Alejandro Ramos — Gonzalo tomó nota —. Podrá hablar con
ustedes cuando lo deseen.
—Y dígame, ¿Cuándo se celebraría la supuesta boda?
—Nunca — intervino Andrea.
—Por Dios hija, ¿Quieres hacer el favor de tener la boca
cerrada? —Regañó su madre —. Teníamos problemas para encontrar una fecha dado
que Luisa era un tanto reacia a casarse.
—Y una última pregunta, ¿Qué pueden decirme sobre Juan
Villanueva? Por lo visto su hija le escribía cartas que nunca llegaba a enviar.
— El señor Villanueva es un joven formidable, sin duda. Le
espera un futuro prometedor y es además una excelente persona.
—Fue quien ayudó a mi hermana a publicar su libro y eso, a
mis padres no les gustó demasiado.
—Bueno — balbuceó el padre comenzando a enfadarse — entienda
usted inspector, somos una familia modesta. Un solo paso en falso y mi hija
podría buscarse la ruina, sobretodo, viendo cómo están los tiempos…
Todos se quedaron en
silencio unos segundos. Luisa estaba muerta. Ciertamente, la ruina la había
encontrado.
—Muchas gracias. Es todo por el momento.
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